octubre 29, 2010

Esencias cotidianas

No pasa muy seguido, pero disfruto los días como éste.

Ya olvidé su atuendo, su rostro, su cuerpo, pero no puedo quitar de mi mente su olor. Ese olor que invadió mi espacio, que inundó mi esencia, que se aferró más aún después de su partida.

Perdone usted mi insistencia, pero es que como ya le decía, son pocas las ocasiones en las que tengo la fortuna de encontrar una como ella. Normalmente son mujeres que recojo en el mercado; mujeres cansadas que huelen a sudor, a trabajo arduo, a fritanga, manteca y frijoles. Una señorita como ella no es frecuente.

Estuvimos juntos cerca de 40 minutos. Apúrele señor, que tengo que llegar a mi clase - me dijo cuando íbamos a mitad del camino. Yo quería manejar lento, despacito, disfrutar más tiempo de ese olor que no era como el del perfume barato de las otras. No. El de ella era especial. Único.

Los semáforos se hicieron más claros, las calles amistosas, los transeúntes invisibles, los baches oasis en el desierto. ¿Será eso lo que la gente llama éxtasis?

Para mi desgracia, todo terminó cuando ella se fue. Me pagó y sin más palabra desapareció.

Le debo confesar que me atreví a tomar unos segundos para asegurarme de que se alejaba. Me dio miedo que lo notara pero... ni siquiera se percató. Y fue entonces que arranqué mi taxi robándome ese olor que he de guardar para siempre.

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